jueves, 28 de agosto de 2008

COMERCIO Y CIUDADES MEDIAVALES


A la hora de hablar del comercio en la Edad Media hay que tener en cuenta un "antes" y un "después" que podría datarse en el renacer cultural, económico y social acaecido en el siglo XI.
Hasta la undécima centuria el comercio había tenido escasa actividad desde la caía del Imperio Romano de Occidente. Las sociedades en la Alta Edad Media estaban bastante cerradas y aunque no completamente, lo cierto que existía una casi mayoritaria economía de autarquía.
Esta situación del comercio medieval va a cambiar a partir del citado siglo XI, momento en que se reimpulsa la importancia de las ciudades y éstas se hacen más populosas. No hay que olvidar que las ciudades desempeñaron un papel muy importante en la Europa medieval como centros de enseñanza, de gobierno y de religión. Pero sobre todo fueron lugares clave para un nuevo sistema comercial sin el cual, probablemente, nunca hubieran nacido.
El Comercio local
Una parte de estas actividades comerciales medievales tenían carácter local. En este sentido, las ciudades desempeñaban el papel de mercados para las zonas agrícolas vecinas.
Si tomamos como modelo el sistema de Comunidades de Villa y Tierra castellano, vemos que la en la villa o población capital de todo un alfoz de aldeas y tierras se convierte en el centro comercial de toda la comunidad al celebrase mercados y ferias a los que acudían las gentes de toda la comarca para abastecerse.
El Comercio Regional
En otros casos y para otro tipo de productos, el comercio había de tener características regionales. Tal es el caso, por ejemplo, de las populosas ciudades de Flandes que necesitaban trigo y vino procedente de la región de París y que eran transportados en grandes carretas por el norte de Francia.
El Comercio Internacional con Asia
A pesar de la citada depresión económica de los primeros siglos altomedievales, es cierto que no había desaparecido completamente la demanda de artículos de lujo y especias procedentes de Oriente, como seda o pimienta.
Estos valiosos productos procedían de distintos lugares de Asía y tenían como escala las poderosas ciudades de Constantinopla y Alejandría desde donde partían -en pequeña escala- a otras metas de la geografía europea.
Pero es a partir del siglo XII y el fortalecimiento de las ciudades costeras italianas como Venecia, Pisa, Palermo y Génova cuando se reactiva intensamente el comercio con Oriente.
El interés medieval por asegurar rutas rápidas y seguras para proveerse de las maravillas asiáticas y buscar alternativas más baratas y rápidas para la tradicional "Ruta de la Seda" marca todos los siglos de la Baja Edad Media. No es necesario insistir en este aspecto pues es de todos conocidos los intentos portugueses durante el siglo XV por acceder a Asia rodeando el continente africano por el sur o el mismo anhelo del propio Cristóbal Colón en llegar a Asia rodeando el esférico mundo, en sentido contrario a las rutas convencionales.
A este interés de acercar Oriente con Occidente no es ajeno el impacto causado por los productos traídos reales y las invenciones contadas por Marco Polo es sus aventuras asiáticas del siglo XIII.
Comercio internacional intraeuropeo
Toda Europa empezó a verse afectada también por la expansión del comercio internacional. Flandes importaba lana española (por los puertos del Cantábrico) e inglesa, y vendía luego los tejidos acabados en muchos lugares de Europa. Hacia 1190 se había creado así un importante vínculo comercial con las ciudades del norte de Italia, pues los tejidos flamencos se vendían al por mayor a los mercaderes italianos en las ferias industriales de la Champaña.
Durante el siglo XIII prosiguió la expansión. Los mercaderes alemanes desarrollaron y organizaron el comercio en el Báltico a través de ciudades como Colonia, Lübeck y Danzig. Hacia 1250, Flandes empezó a considerar los trigales de Alemania oriental como una de sus principales fuentes de aprovisionamiento. A partir de entonces, las ferias de la Champaña perdieron importancia, especialmente cuando los perfeccionamientos en la navegación permitieron abrir una ruta marítima directa entre Italia, Flandes y el Báltico, a través del estrecho de Gibraltar que, de esta manera, recobró su antigua importancia.
En el Báltico, las ciudades más poderosas se unieron en una federación política y comercial, la denominada Liga Hanseática. Si bien creada con fines defensivos para proteger los privilegios obtenidos por los alemanes en el Báltico durante el siglo XIII, así como para eliminar a posibles rivales, era un fiel reflejo de las enormes riquezas y poderío de que disfrutaban las ciudades.
La crisis comercial, los descubrimientos y el comercio moderno
En Asia, la caída del imperio mongol obstaculizó el funcionamiento de las rutas comerciales y frenó la intervención directa de los mercaderes europeos en el comercio asiático. Con el fracaso de las cruzadas, casi todos los puertos del Mediterráneo oriental cayeron en poder de los musulmanes, y la expansión del imperio otomano monopolizó en manos turcas el comercio entre Asia y Europa. Hasta el final de la Edad Media, el comercio de larga distancia permaneció en manos de las ciudades italianas y alemanas, que habían sido también las pioneras tanto en el Mediterráneo como en el Báltico.
Como es lógico, esta situación no satisfacía a las potencias ribereñas del Atlántico, lo que propició, como se mencionó anteriormente, que se buscaran rutas alternativas para alcanzar los puertos asiáticos.
Por su parte, los portugueses se mostraron particularmente activos en la exploración de los océanos con la esperanza de encontrar una ruta que les diera acceso directo al comercio de especias de Oriente.
Fruto de ello, en el año 1498, Vasco de Gama logró rodear el continente africano por el cabo de Buena Esperanza y llegar hasta la ciudad hindú de Calcuta.
Unos pocos años antes, Cristóbal Colón descubrió América casualmente mientras perseguía el mismo destino que el portugués.
Ambas expediciones habían sido estimuladas por las ideas y los problemas comerciales de la Edad Media. Al mismo tiempo, preludiaban una nueva relación que marcaría la pauta en las actividades mercantiles y que afectaría profundamente al desarrollo cultural del mundo moderno.

Ciudades Medievales:
Tras las crisis que afectaron a las ciudades en los siglos III y IV en el occidente romano, tan sólo Osca (Huesca), Turiaso (Tarazona) y Caesaraugusta (Zaragoza) lograron sobrevivir de todas las ciudades de Aragón, que en los siglos I al IV fueron abundantes y algunas muy populosas.
Será en estos tres centros precisamente donde se instalen las tres únicas diócesis que se establecieron en el territorio que luego será el reino de Aragón. La Iglesia siguió esquemas de la administración bajoimperial romana y las diócesis tuvieron que instalarse en las únicas ciudades existentes; la agudización de las crisis urbanas acabó incluso con algunas ciudades en las que se había instalado una diócesis, como ocurrió con Valerla, Ercávica o Segóbriga.
Cuando los musulmanes llegan al valle del Ebro en el año 714 siguen siendo tan sólo tres las diócesis (Tarazana, Huesca y Zaragoza), además de la de Calahorra y Pamplona, también en la cuenca del Ebro pero fuera de lo que más tarde será Aragón.
La llegada de los musulmanes provocó el abandono de todas estas sedes episcopales; los obispos se refugiaron de inmediato en el norte y las sedes quedaron vacantes. Los primeros años de dominio islámico provocaron un absoluto vacío por lo que respecta al poder eclesiástico; hubo que reorganizar toda la administración de la Iglesia y ello supuso un esfuerzo muy considerable.
Vacantes las sedes episcopales de época visigoda, los primeros obispos en tierras cristianas del Pirineo lo son en Ribagorza, donde están documentados desde el año 888, sin sede fija hasta que a principios del siglo X se establezca la sede episcopal en Roda de Isábena; otra diócesis se establecerá en Sasabe, donde en el año 922 aparece el primer prelado consagrado por el obispo Galindo de Pamplona. Estos obispos de Sasabe pasarán a denominarse desde principios del siglo XI obispos de Aragón. La diócesis aragonense carecía de una sede, al no haber ninguna ciudad en el territorio, y hubo que esperar hasta 1077 a que el rey Sancho Ramírez cree la ciudad de Jaca para que ésta se convierta en la sede de los obispos de Aragón.
Estas dos primeras sedes adquirirán un sentido provisional, pues se estaba a la espera de que se conquistaran las ciudades del Ebro para restaurar allí las respectivas diócesis; corrió la idea de que la diócesis de Huesca se había trasladado a Sasabe y la de Zaragoza a Roda. En efecto, en la catedral de Roda se conservaban los restos de San Vicente y San Valero, patronos de Zaragoza, que según la tradición habrían sido trasladados por el último obispo visigodo en el año 714 al huir de los musulmanes.
Siguiendo esta tradición, la sede episcopal de Jaca se trasladó a Huesca cuando esta ciudad se conquistó en el año 1096; por su parte, la sede de Roda se trasladó a Barbastro en 1100, donde estuvo también de forma provisional hasta la conquista de Lérida en 1149.
Entre 1077 y 1203 hubo varios pleitos por la delimitación de los términos entre la diócesis de Jaca-Huesca y la de Roda-Barbastro-Lérida, que sufrieron variaciones y cambios hasta que en 1203 el Papa Inocencio III estableció los límites entre ambas según una línea que iba por el curso del río Cinca hasta conectar con los límites de la diócesis de Zaragoza.
Las Sedes de Zaragoza, en 1118, y de Tarazona, en 1119, fueron restauradas de inmediato por el rey Alfonso I tras la conquista de estas ciudades a los musulmanes; en ambos casos no había duda y se consideraba una restauración tras el largo paréntesis de dominio musulmán. Unicamente hubo que resolver el problema de los límites eclesiásticos, que en el caso de Tarazona se complicaron de forma importante al restaurarse también por el rey de Aragón la sede de Sigüenza en 1122, a la que se le concedieron las tierras de Calatayud y Daroca; Daroca fue cedida a Zaragoza por Sigüenza en 1127 y Calatayud pasó, salvo Ariza, a Tarazona en 1136; Tarazona perdió a cambio Soria, también conquista aragonesa, aunque mantuvo Agreda, Tudela y Alfaro.
En 1172 se creó una sede episcopal en Albarracn, al estimar que con ello se restauraba la sede antigua de Ercávica; esta restauración se hacía también de forma provisional, estimando que dicha sede debería estar en Segorbe y allí debería trasladarse cuando esta localidad del reino de Valencia se conquistase al Islam. Finalmente se optó por mantener esta diócesis con una doble capitalidad, en Albarracín y en Segorbe, fundiendo ambas iglesias en una sola en 1258.
A mediados del siglo XIII quedaba configurado el mapa eclesiástico del reino de Aragón, repartiéndose sus territorios desde el punto de vista de la administración eclesiástica las diócesis de Huesca, Lérida, Zaragoza, Tarazona, Sigüenza y Albarracín-Segorbe.
Sólo las diócesis de Huesca y Zaragoza tenían su sede en ciudades aragonesas y todos sus teritorios en Aragón; la diócesis de Lérida, ciudad que cayó definitivamente en la órbita catalana a lo largo del siglo XIII, poseía territorios en la zona oriental de la actual provincia de Huesca; la diócesis castellana de SigÜenza dominaba Ariza y sus aldeas. Por el contrario, Tarazona extendía su jurisdicción episcopal sobre tres reinos distintos, Aragón, Navarra la zona de Tudela y Castilla villa de Alfaro y Agreda y sus aldeas . Finalmente Albarracín-Segorbe extendía sus términos por el señorío de Albarracín y por el norte del reino de Valencia.
Todas las diócesis aragonesas pertenecían desde la época romana a la provincia metropolitana de Tarragona, hasta que en 1318 la sede de Zaragoza alcanzó la categoría de archidiócesis, creándose así una nueva provincia, segregada de la de Tarragona, que pasó a estar constituida por las diócesis de Huesca, Pamplona, Calahorra, Tarazona y Albarracín-Segorbe.
Durante la Baja Edad Media hubo algunos intentos para crear nuevas diócesis; a comienzos del siglo XIV el rey de Aragón Jaime II pretendió crear las de Jaca y Teruel; en 1330 el rey de Navarra Felipe III solicitó de Roma la creación de la diócesis de Tudela, segregándola de Tarazona, aunque no fructificó; Calatayud intentó desde 1366 alcanzar la categoría de sede episcopal, que pese a numerosos y largos pleitos nunca logró; Borja realizó algún tímido intento en el siglo XV para erigirse en sede episcopal, también sin éxito.
La situación permaneció sin alteraciones hasta la segunda mitad del siglo XVI: en 1571 se crearon las diócesis de Jaca y Barbastro, sobre territorios de Huesca y Lérida respectivamente; en 1577 se creó la diócesis de Teruel, segregando tierras de la de Zaragoza; y en el mismo año se agregaron Albarracín y Segorbe, quedando la diócesis aragonesa con jurisdicción sobre las tierras de la Comunidad de aldeas de Albarracín.

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